La muerte de Antonin Scalia, juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos e icono conservador, abre una batalla política que definirá el último tramo de la presidencia del demócrata Barack Obama. Los republicanos quieren bloquear el nombramiento del sucesor de Scalia hasta que el próximo presidente asuma el cargo en enero de 2017. Obama, pese a las amenazas de la oposición, propondrá un nuevo juez. Las elecciones del 8 de noviembre no decidirán sólo el nombre del comandante en jefe ni la composición del Congreso, sino también la composición del Supremo, máximo órgano judicial del país.
Scalia murió en la noche del viernes al sábado por causas naturales en un rancho de Texas. Tenía 79 años. Lo frecuente es que un juez deje vacante el cargo al jubilarse por voluntad propia. La muerte de un miembro del Supremo es inhabitual. La última vez que ocurrió fue en 2005, cuando murió el presidente del tribunal, William Rehnquist.
Sea por jubilación o deceso, la elección de uno de los nueve miembros del Tribunal Supremo siempre es un momento fuerte de la democracia estadounidense. Porque el cargo es vitalicio: una vez elegido, no hay marcha atrás. Y porque el Supremo es, junto al Congreso y la Casa Blanca, uno de los tres pilares de la democracia estadounidense, con frecuencia más influyente que los otros dos.
Fue el Supremo el que acabó con la segregación en las escuelas, el que legalizó el aborto, el que dio la victoria a George W. Bush en las elecciones presidenciales de 2000, o el que consagró, el pasado junio, el derecho de las personas del mismo sexo a casarse. El Supremo ha modelado la sociedad estadounidense como pocos presidentes por sí solos han hecho.
Cuando la vacante en el tribunal la deja un juez como Scalia, lo que está en juego es mucho más. Scalia, además de uno de los miembros más conservadores del tribunal, era una estrella intelectual y política de la derecha. Nombrado por el presidente republicano Ronald Reagan en 1986, católico, hijo de un inmigrante italiano, padre de nueve hijos y abuelo de 36 nietos, Scalia era un juez-filósofo, una de las figuras señeras del originalismo, la doctrina según la cual la Constitución debe leerse en su sentido literal, tal como la concibieron sus redactores a finales del siglo XVIII y tal como los estadounidenses la entendían entonces. Con su dialéctica combativa y sarcástica, Scalia defendió el derecho a las armas de fuego y a la pena de muerte y se opuso al matrimonio homosexual y a la discriminación positiva. En virtud del originalismo, también defendió, a pesar de contradecir su patriotismo, el derecho a quemar la bandera.
Posibles sustitutos
Al ser Obama demócrata, lo más probable es que nombre a un progresista como sustituto. Entre los nombres que se han barajado figuran jueces nacidos en el extranjero, reflejo de la diversidad de EE UU, como Sri Srinivasan o Jacqueline Nguyen.
El problema de Obama es que él puede designar al sucesor de Scalia pero necesita que el Senado lo ratifique. Y el Partido Republicano, con 54 de 100 escaños, puede bloquearlo. El sábado, pocas horas después de conocerse la muerte de Scalia, el líder de la mayoría republicana, Mitch McConnell, dio a entender que su grupo vetaría cualquier propuesta de Obama. “El pueblo americano debería tener voz en la sección del próximo juez del Tribunal Supremo. Por tanto, la vacante no debería llenarse hasta que tengamos un nuevo presidente”, dijo.
El argumento, refrendado por varios aspirantes a la nominación republicana a la Casa Blanca, es que Obama es un presidente en retirada, y que le corresponde a su sucesor, elegido en noviembre, la potestad de decidir quién remplazará a Scalia. La última vez que un juez fue confirmado en el último año de una presidencia fue en 1988, con Anthony Kennedy, propuesto por Reagan.
“Tengo previsto cumplir mis responsabilidades constitucionales y nominar a un sucesor”, dijo el presidente. Los demócratas creen que los republicanos abdican de su responsabilidad constitucional si como mínimo no someten a una votación al candidato de Obama.
De momento, la muerte de Scalia deja un tribunal con ocho jueces y decisiones de calado en asuntos como la reforma migratoria. Sobre el papel, hay un empate entre progresistas y conservadores, cuatro a cuatro, aunque uno de los conservadores, Kennedy, suele actuar como voto oscilante entre ambas posiciones.
La batalla por la sucesión de Scalia será una de las últimas que libre Obama con un Congreso hostil desde que en 2010 el Partido Republicano logró el control de la Cámara de Representantes. Es el desenlace lógico de una presidencia marcada por la polarización partidista y el bloqueo sistemático, por parte de la oposición, de las principales iniciativas de la Casa Blanca.
Es una batalla ideológica, sobre el modelo de país: pocos como Scalia articulaban de forma tan brillante los argumentos de la derecha tradicionalista en unos EE UU en pleno cambio demográfico y social. Y es una batalla electoral. La confirmación del sucesor de Scalia ocupa desde hoy el centro de la campaña: quien gane nombrará al próximo juez. Si la confirmación se bloquea, en noviembre se decidirá, además del nombre del presidente, si el próximo tribunal es más progresista o conservador.